Decidimos comenzar la visita de día (aunque volveríamos también de noche) para descubrir Petra con las primeras luces, antes de que el calor apretara sin piedad. Para llegar a la postal más conocida de Jordania, hay que caminar un poco, pero es un camino que suma y no cansa.

El recorrido de acceso se llama Siq, un desfiladero natural de algo más de un kilómetro, recogido y sobrecogedor. Caminamos entre paredes inmensas de piedra, en silencio, con una luz escasa que se filtra desde lo alto. La sensación es la de estar entrando en otro mundo, como si el desfiladero guardara un secreto que solo se revela a los viajeros pacientes.

La sugestión va creciendo y no podemos evitar imaginar cómo sería aquel bullicioso intercambio de mercancías en la Petra de los nabateos, entre sedas, especias y aromas del desierto.

El Tesoro de Petra: el momento más esperado

Aunque todos hemos visto la imagen en fotos y películas, nada se compara a la emoción de girar la última curva del Siq y presentir lo que asoma tras la grieta en la roca. La primera visión del Tesoro de Petra (Al-Khazneh) iluminado por el sol es impactante, pero al salir del pasillo y contemplar la fachada en toda su monumentalidad, el asombro es indescriptible.

Se alza ante nosotros una fachada de casi cuarenta metros tallada directamente en la roca, con columnas corintias, nichos y una gran cúpula que parece desafiar el peso de la piedra. Tal y como nos impresiona hoy, debió impresionar a los mercaderes de hace más de dos mil años, cargados de especias, seda o incienso.

Pese a su nombre, el Tesoro nunca guardó riquezas. En realidad, era un mausoleo real, probablemente de Aretas IV en el siglo I d.C. El nombre surgió de la leyenda de que escondía oro y joyas, pero la verdadera riqueza está a la vista: la majestuosidad de su arquitectura.

Breve historia de Petra

Antes de ser capital nabatea, en el sur de la actual Jordania ya habitaban los edomitas, atraídos por sus manantiales y cuevas naturales. Sin embargo, fueron los nabateos, procedentes del norte de Arabia entre los siglos IV y III a.C., quienes fundaron aquí su capital, a la que llamaron Raqmu. La ciudad prosperó como punto estratégico en las rutas comerciales que unían Arabia con el Mediterráneo.

En el año 106 d.C., el emperador Trajano incorporó Petra al Imperio Romano como capital de la provincia de Arabia Pétrea. Los romanos levantaron un gran teatro, una calle columnada, templos y un arco monumental, además de sofisticados sistemas de cisternas y canalizaciones de agua. Más tarde, con la conversión del Imperio al cristianismo, se añadieron iglesias y cementerios cristianos.

Lo más valioso fue que los romanos respetaron el legado nabateo. Así, en Petra se combinan las Tumbas Reales, los motivos orientales y las inscripciones nabateas con el urbanismo romano y su ingeniería.

Declive y redescubrimiento de Petra

El esplendor de la ciudad se apagó con el desvío de las rutas comerciales hacia el mar y los devastadores terremotos. Petra quedó deshabitada y prácticamente olvidada hasta que, en 1812, el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt la redescubrió para Occidente.

Disfrazado de Sheikh Ibrahim ibn Abdallah, convertido al islam y viajando bajo la excusa de un sacrificio ritual, Burckhardt logró entrar en el Siq y contemplar lo que nosotros también vimos: el Tesoro asomando entre las grietas de la roca. Desde entonces, Petra dejó de ser un secreto local para convertirse en un icono mundial de la arqueología.

Lo que nos llevamos de Petra

Petra es mucho más que un destino turístico: es un símbolo del encuentro entre culturas. La fusión entre el legado nabateo y la impronta romana nos enseña que la historia puede ser suma, y no imposición.

Hoy, caminar por el Siq, descubrir el Tesoro, recorrer la calle columnada o subir hasta el Monasterio nos conecta con una herencia que sigue viva entre las rocas. Petra no es solo una maravilla del mundo antiguo: es un regalo para quienes tenemos la suerte de visitarla.

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